martes, 21 de abril de 2009

Pool


Amófora
de Sombras del alba de Fhil Navarro García

El papel en blanco y variadas salpicaduras de tinta negra era el resultado de varias horas de humedecer la pluma intentando forzarla a escribir… No había forma. Bloqueado. Cerrado. Obtuso. Noqueado. Impotente. Impasible. Varado. Atorado. Muerte cerebral por más de dos horas. Muerte corpórea en unos días. Básico y simple, sólo era capaz de empapar la punta de la pluma en el tintero hasta ahogar a sus dedos con ella. Gustave no era así. No lo era.

Dos días antes, o acaso dos semanas o meses o tal vez años… antes.

Gustave recibió una carta de un buen amigo, un tal señor desconocido para mí. En ella un puño agitado hacía zozobrar a la letra en el mar que era el papel. Los ojos entornados del señor G se concentraban en cada una de las acentuaciones y puntuaciones. Cuando hubo terminado, se alejó el escrito de la vista, con un suspiro y a la vez que transformaba su mirada con un grito agarró con sus dos manos el papel, lo hizo una bola y lo lanzó a la papelera mientras que él se tornaba sobre sí y salía del estudio con un portazo tras sus pasos. Los sirvientes, inquietos ante tanta ira y mirándose entre ellos, alarmados de que la paz que desbordaba su señor hubiera sido truncada por siempre. Las miradas temerosas buscaban a Gustave buscando su propia tranquilidad.
Pocos minutos después tras el estruendo, y tras haber rondado por los pasillos próximos a su estudio, Gustave, se introdujo en un arrebato en su estudio, se lanzó sobre la pelota de papel, la deshizo y volvió a leer la carta. Después la guardó en su cuaderno privado, aquel que viaja con su corazón.

Dos días después, o acaso dos semanas o meses o tal vez años… desde que recibió la carta.

No había podido volver a dormir desde entonces, de vez en cuando dormitó sin darse cuenta pero no dormía. Las palabras de aquella carta eran losas para su mente. Se sintió como el hermano pequeño de Atlas creyéndose su hermano... Suspiró y hundió por última vez la pluma en el tintero. Luego escribió:

“Querido amigo… No.
Querida Carmina…”

Suspiró con fuerza y continuó.

“Tus palabras me han conmovido, pero a un mismo tiempo me han condenado. Los sentimientos de los que me hablan los tengo desde que de pequeños saltábamos la pared alta de la Sra. Lindtberg para robarle sus naranjas, siempre fueron las más dulces. Había aprendido a controlar el latido de mi corazón al vernos. Había sido capaz de tenerte en mis fantasías y ahí éramos felices. ¿Por qué ahora?
Me regalas tu corazón sin condición y yo no comprendo la razón… Me regalas la obligación de quererte. De serte fiel, que yo ya lo era. Me ofreces someterme a tu amor, a quererme sin condición. Sin condición inicial. Me regalas la posibilidad de hacerte daño. De destruir tu esencia. Me regalas la oportunidad que una vez mía me canse y la aborrezca. Me regalas una vida con ataduras. Me ofreces todos los síes que tienes sin reservar ninguno para el mañana. Me regalas tu amor que es el mismo que el mío, pero que yo no te ofrecí por consideración hacia ti.
Me regalas tu corazón y yo te lo he de devolver porque ya tengo el mío, y aunque falla con frecuencia soy capaz de mantenerlo vivo. ¿Qué iba a hacer yo con dos corazones? Quizás podríamos intercambiarlos, pero… yo creo que me moriría al verte morir por culpa del mío…

Carmina, amor mío.
No puedo aceptar la hermosa responsabilidad que me ofreces. Pues siento que tu regalo es en realidad muerte para mí al ser, en el fondo, yo para ti.

Mi amor es tuyo aunque nunca lo tocarás.

Gustave.”

El punto se expandió, oscuro como el universo, cuando una lágrima sentenció la epístola.

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